sábado, 9 de marzo de 2013

Quedarme.


El sol impactó duramente sobre su cara, despertándola de mal humor. Su habitación era un desastre, había ropa en el suelo y el edredón rojo se encontraba completamente fuera de lugar.

Deslizó sus piernas fuera del mal colocado acolchado y se paró. Las cosas aún daban vueltas en su cabeza.  Lo merecía, o al menos eso pensaba ella.

Iba a marcharse, tenía que hacerlo. Ahora más que nunca, ésta era la perfecta excusa. Se había acostado con él y tenía que pagar las consecuencias.

Su mejor amigo, con cabello dorado y ojos celestes, era todo lo que ella podía pedir en un hombre. Era alto, caballero y sobre todo, buen besador, solo que no lo supo hasta anoche, cuando perdió el control.

Siempre se consideró una mujer fuerte, y lo era, pero sus barreras habían caído totalmente cuando, luego de una agradable cena con su amigo con algo de vino, le había confesado que lo amaba, con lágrimas en los ojos. ¿Qué se le había cruzado por la mente? ¿Qué acaso iba a decirle “–  Yo también –”? Inútilmente se había expuesto ante él, le había mostrado sus debilidades y había caído en su estúpida trampa.

Usualmente reía de las mujeres que estaban con él, sabía que era hombre de una sola noche. Pensaba que eran inútiles por dejarse llevar pero… ahora las compadecía e, irónicamente, quería reír de sí misma.

Él la besó y delicadamente bajó el bretel de su vestido, besando su hombro. Le susurró cosas lindas y así la llevó a la cama. ¡No, no lo hagas! Quería gritarse a sí misma mientras recordaba esas escenas en la ducha, pero era muy tarde, su cuerpo seguía moviéndose hacia el colchón y allí se dejaba caer, se dejaba seducir tan fácilmente, con tontas palabras.

No podía mentir, lo había pasado de maravilla, pero ahora tenía que irse, lo sabía bien. Pueblo chico, infierno grande, decía siempre su madre, y si alguien se enteraba de lo ocurrido entre ellos, no quería estar presente para ver las caras de las estúpidas e insignificantes viejas chismosas del barrio que, por alguna extraña razón eran respetadas por casi todos. Eran ‘’mujeres importantes para la sociedad’’ según el resto del pueblo.

Furiosa y con el cabello chorreando agua, metió todo lo que pudo en su pequeño bolso azul, y el resto en una maleta. Sabía que su maquillaje no sobreviviría el viaje, así que lo metió en su cartera mientras esperaba que calentara su rizador de cabellos.

Afuera hacía frío. Estaba helado y esperar un taxi se estaba volviendo una tarea insoportable.  Justo cuando pensaba marcharse, uno se asomó al final de la calle, ella lo paró y se introdujo en él indicándole al conductor su destino.

El café estaba amargo, pero por lo menos pudo fumarse un cigarrillo en aquella cafetería que se encontraba en el aeropuerto. Con su mano izquierda sostenía Cumbres Borrascosas,  mientras leía y le daba una calada a su cigarro en silencio.

Por un instante apartó los ojos de su lectura, solo por un instante, y lo vio.  Estaba sentado en la mesa opuesta a la de ella y tenía un libro entre sus manos también. No pudo saber qué leía.  Su ceño estaba fruncido, hasta que con un bufido tomó un par de anteojos que se encontraban sobre la mesa, resignado.  Pestañas largas y cabello castaño, ojos celestes y labios finos y rosados. La barba de unos 2 días comenzaba a asomarse en su barbilla. Era algo así como un Adonis con aspecto Europeo perdido en medio de Nueva York.

Había revolucionado sus hormonas en cinco segundos, y de repente sintió que quería llamar su atención como si fuera una niña en preescolar.

Sus ojos se encontraron y, como si fuera un reflejo, se sonrieron.  Inmediatamente él se paró, para tomar asiento frente a ella e iniciar una corta conversación. Era sociable, simpático y tenía un acento peculiar.

- ¿Puedo preguntar de dónde eres, Michel? – preguntó esbozando una sonrisa, tratando inútilmente de imitar su pronunciación

 - Vengo de Francia, planeo quedarme un tiempo. ¿Y tú? – ella soltó todo el aire contenido en sus pulmones en forma de suspiro.

- Creo que he decidido quedarme.

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