El abrigo me llegaba hasta las rodillas, el cansancio me llegaba hasta los pies. Después de haber estado encerrada en casa por un mes entero, que me hayan echado del trabajo y haber perdido hasta a mi mejor amiga, creía que era momento de afrontarlo todo. Esa mañana estaba decidida, iba a recuperar mi vida, o arreglar lo que quedaba de ella.
El viento jugaba con algunos mechones marrones que quedaban sueltos en mi cara haciéndome cosquillas, y me susurraba recuerdos. Algunos de ellos, no los quería recordar.
Caminé mirando al piso, después mirando al horizonte y, como último recurso, mirando para arriba, esperando encontrar respuestas a preguntas que ya me había hecho miles de veces.
Terminé sentada en un banco de la estación, como si esperara a alguien y ese alguien viniera a resolver mis dudas. Odiosamente retomé el vicio de fumar y, mientras le daba una nueva calada a mi cigarrillo, empecé a mirar a la gente pasar. ¿Qué estaba haciendo? Mejor dicho ¿qué había hecho? Y todo por él, que no me había dado nada. Irónico, porque yo le había dado todo. Le di hasta mis ganas de caminar por abajo de la brisa, en esos días de invierno que te calan los huesos.
Estaba desperdiciando momentos que podía captar con una cámara. Estaba gastando la vida en nada, sentada mirando como los demás avanzaban y yo me quedaba estancada en lo profundo, sin poder salir.
Y por eso estaba ahí, mirando a la gente llegar, para asegurarme a mi misma de que alguien iba a aparecer para arreglar el desastre que había dejado la tormenta, esa lluvia que tenía nombre y apellido. Tenía que superarlo, pero aquel instante en el que lo vi pasar, con esa sonrisa de galán y esos ojos avellana, aquel momento me consumió por completo, tal como yo consumía aquel cigarro.