lunes, 9 de enero de 2012
Los Juegos del Hambre, en llamas.
― ¿De verdad? ― Dice Peeta, tomando la nota de mi mano y examinándola. ― ¿Sabes lo
que significa esto? Tendremos todo el día para nosotros.
― Qué mal que no podamos ir a ningún sitio. ― Digo con nostalgia.
― ¿Quién dice que no podamos?
El tejado. Pedimos un montón de comida, cogemos algunas mantas, y vamos al tejado para
un picnic. Un picnic de un día completo en el jardín de flores con los tintineos de las
campanillas del viento. Comemos. Nos tumbamos al sol. Arranco viñas colgantes y uso mi
recientemente adquirido conocimiento del entrenamiento para practicar nudos y tejer redes.
Peeta me dibuja. Nos inventamos un juego con el campo de fuerza que rodea el tejado―uno
de nosotros le lanza una manzana y la otra persona tiene que cogerla.
Nadie nos molesta. Hacia el final de la tarde, estoy tumbada con la cabeza en el regazo de
Peeta, haciendo una corona de flores mientras él juguetea con mi pelo, alegando que está
practicando sus nudos. Después de un rato, sus manos se quedan quietas.
― ¿Qué? ― Pregunto.
― Desearía poder congelar este momento, justo aquí, justo ahora, y vivir en él para
siempre.